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un espacio para compartir cuanto reflexiono y oro, lo que he vivido y como lo he vivido desde mi experiencia de fe

Jesús de Nazaret, la fortuna de pertenecer a Él

Les revelo un secreto: nosotros los creyentes tenemos una gran suerte. Grande es la suerte de quien es cristiano, es decir pertenece, sabe que pertenece, quiere pertenecer a Cristo. Es grande la fortuna de los creyentes en Cristo. No vayan a decirlo a los otros porque no lo entenderían, también podrían tomar a mal: podrían a lo mejor cambiar por presunción nuestro buen humor por la conciencia feliz de lo que somos; hasta podrían juzgar arrogante nuestro reconocimiento a Dios Padre que nos ha colmado de regalos. Parece increíble pero existe por último el riesgo de ser juzgados intolerantes: intolerantes sólo porque no logramos homologarnos - disciplinadamente y posiblemente con el corazón contrito - a la cultura dominante; intolerantes sólo porque no logramos perdernos, como sería "políticamente correcto”, en la confusión general de ideas y de comportamientos.

Conocer el sentido de lo que se hace – Es ya una fortuna no pequeña y no ocasional - que nos viene de nuestra profesión de fe - aquella de conocer el sentido de algunas pequeñas costumbres y de algunas circunstancias ocasionales. Por ejemplo, todos comemos el panetón en Navidad, pero sólo los creyentes saben por qué lo comen, los otros no lo saben. Cuidado, no es que nuestro panetón necesariamente sea mejor que aquél de los no creyentes: simplemente es un panetón más razonable. Otro ejemplo, actualmente: todos en estos tiempos estamos excitados, estamos exaltados por la sugestiva meta del 2000 que nos ha sido permitido alcanzar: pero la emoción y la fiesta de los creyentes están mejor motivadas. Nosotros no estamos emocionados y en fiesta sólo por la redondez de la cifra con tantos ceros: estamos encantados y alegres por el fuerte recuerdo de un Evento que es central y más bien único en la historia: el recuerdo del bimilenario de la entrada sustancial y definitiva de Dios en la historia humana. Este año precisamente nos es reclamada más intensamente la memoria del Unigénito del Padre que se ha vuelto nuestro hermano y se reaviva en nosotros con singular vigor la gran esperanza que hace 2000 años ha empezado a atravesar la tierra. Como se ve, también aquí toda la humanidad celebra el 2000; pero nuestra fiesta es innegablemente más consistente y racionalmente mejor fundada.

Creyentes y credulotes - Los que se encomiendan a Cristo - que es "Luz de Luz", es decir el "Logos" sustancial y eterno de Dios – están además bastante amparados en la tentación de confiarse en eso en que no se puede confiar. También ésta es una suerte no de poco. Ha sido justamente notado como el mundo que ha perdido la fe no es que después ya no crea nada; al contrario, es inducido a creer en todo: cree en los horóscopos, que por eso no faltan nunca en las páginas de los periódicos y las revistas; cree en los gestos supersticiosos, en la publicidad, en las cremas de belleza; cree en la existencia de los extraterrestres, en la new age, en la metempsicosis; cree en las promesas electorales, en los programas políticos, cree en las catequesis ideológicas (verdaderas catequesis persistentes) que cada día nos vienen infligidas por la televisión, cree en todo, precisamente. Por tanto me parecería que la distinción más adecuada entre los hombres de nuestro tiempo no es tanto entre creyentes y no creyentes, cuanto entre creyentes y credulotes.

El conocimiento del Padre - Quien es "de Cristo" recibe en dotación también la certeza de la existencia de Dios. Pero no de un Dios filosófico, que en el fondo al hombre en cuanto hombre no le interesa mucho; no de un Dios que viene llamado a la causa sólo para dar inicio e impulso a la máquina del universo, y luego se puede apresuradamente despedir para que no interfiera y no moleste. No de un Dios, que después del “delito” de la creación parecería que se haya vuelto fugitivo. Ésta es - a grandes líneas - la concepción "deísta", que no tiene nada que ver ni con la enseñanza del Señor ni con nuestra vida. Más bien hay que decir que entre este deísmo y el ateísmo, por aquello que personalmente nos concierne, la diferencia no es mucha. Nuestro Dios es en cambio "el Padre de Nuestro Señor Jesucristo", como amaba repetir san Pablo. Y se encuentra a Él encontrando a Jesús de Nazaret y su Evangelio: "nadie conoce al Padre si no el Hijo - lo ha dicho él explícitamente - y a quien el Hijo lo quiera revelar", MT 11,27.

La desdicha del ateo – Se puede intuir cuánto sea grande a este propósito nuestra suerte, sobre todo si se da cuenta de la poco envidiable condición de los ateos. Los que, puestos frente a los apuros inevitables en cada trayecto humano, no tienen a nadie con quien polemizar. Un ateo que sea realmente tal no encuentra interlocutores competentes y responsables con los cuales pueda discutir males existenciales, y lamentarse de ellos. No hay nadie contra quien rebelarse, y cada contestación suya, pensándolo bien, resulta un poco cómica. Generalmente, a lo mejor, él acaba por atacar a los creyentes (los representantes de la empresa, en fin); pero es un objetivo que no es muy satisfactorio porque los creyentes (si son sabios) no se interesan de él y no le prestan mucha atención y se limitan a confiarlo a la misericordia de Aquél que él niega. Un ateo, si no quiere clamorosamente renunciar a cada lógica y a cada coherencia, es privado hasta de la satisfacción de blasfemar y esto es el colmo de la desdicha. Clave Staples Lewis (el autor de las famosas Cartas de Berliche), recordando el tiempo de su ateísmo, de su incredulidad, confesaba: "Yo negaba la existencia de Dios y me había enfadado con Él porque no existía".

Un Dios que ama - Jesús - revelándonos, a través del Misterio de Su pasión y Su gloria también la humillación, el sufrimiento, la muerte que tienen lugar en un designio de amor que todo rescata y en el que, al final, todo conduce a la alegría - nos preserva también de la locura de quien llega a hipotizar, a lo mejor basándose en su misma experiencia personal, que un Dios, si existe, tiene que ser malvado y causa de toda maldad. Es el sentimiento expreso, por ejemplo, en la espantosa profesión de fe de Jago en el Otelo de Verdi que en el segundo acto canta precisamente así: "Creo en un Dios cruel que me ha creado semejante a si mismo". El Dios que se nos ha hecho conocer por el Redentor crucificado y resucitado es al contrario un Dios que nos quiere y, como dice san Pablo, hace de modo que "todo concurra para el bien de los que han sido llamados según Su designio" (cfr. Rm 8,28); todo concurre para nuestro bien también cuando nosotros en el momento no nos enteramos de ello. Ésta es la verdad consoladora y entusiasmante que Jesús nos ha confiado, casi su suprema herencia, en los discursos de la última cena. Hay una palabra brevísima en los discursos de la última cena, pero es casi la más importante de todo el Evangelio: "el Padre les ama” (Gv 16,27). El Padre les ama. El Padre nos ama: con esta certeza en el corazón cada dificultad, cada tristeza, cada pesimismo para nosotros se vuelve superable.

Quién es el hombre - Hay otra suerte: haciéndonos conocer al Padre, Jesús nos lleva también a la mejor comprensión de nosotros mismos: nos hace conocer quiénes somos en realidad, cuál sea el objetivo de nuestro padecer sobre la tierra, cuál suerte última nos espera. "Cristo - dice el Concilio Vaticano II - justo revelando el Misterio del Padre, de Su Amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación. " (Gaudium et spes, 22). Así venimos a saber - y ninguna noticia es para nosotros más interesante y resolutiva que ésta - que hemos sido llamados a existir no por una casualidad anónima y ciega, sino por un proyecto sabio y benévolo, un proyecto de amor. Venimos a saber que el hombre no es un transeúnte extraviado que ignora de dónde venga y adónde vaya, ni por qué se haya puesto en viaje, sino un peregrino motivado, en camino hacia el Reino de Dios (que se ha vuelto también suyo), y hacia una vida sin fin. Me viene a la mente un episodio interesante: entre los misioneros de Bolonia también hay un cierto padre Coccolini, dominico, que ha pasado toda la vida en Brasil. Es un hombre bajito, que va por ahí todo mal vestido, con la barba que le llega hasta el ombligo y el pelo hasta la mitad de la espalda. Una vez volviendo a Bolonia, de buen boloñés ha querido ver las novedades, por lo tanto ha ido a la plaza Mayor y ha querido entrar al palacio municipal; enseguida los guardias locales lo han parado y le han preguntado: "¿Usted adónde va?" Y él dice: "¿Adónde voy? ¿Pero sabe que usted me hace la pregunta más importante de mi vida? ¿Adónde estoy yendo?, ¿cuál es mi meta?" "¿Pero de qué parte viene usted?" "He aquí la otra pregunta: ¿de qué parte venimos?" Al fin le han dicho: "¡Vaya dónde quiera!"
El dilema entre ser incrédulos y ser creyentes es en realidad el dilema entre el retenerse situado dentro de un barullo insensato y el conocer de ser parte de un orgánico y tranquilizante designio de amor. La alternativa, bien considerada, está entre una absurdidad que nos anula y un misterio que nos trasciende; alternativa que existencialmente se convierte en aquella entre un fatal inicio a la desesperación y una vocación a la esperanza. Por tanto san Pablo puede amonestar a los cristianos de Tesalónica a no ser melancólicos y desalentados como los otros; "como los otros que - él dice - no tienen esperanza" (1 Ts 4,12). Ésta pues es la gran suerte de los que son "de Cristo": Desde el momento en "que conocen las cosas como son", no están obligados a poner puntos interrogativos a su única vida.

"Donde hay fe, allí hay libertad" - Otra grande suerte de los que son "de Cristo" es aquella de ser libres. Hemos recibido a este respecto una promesa precisa: "Si quedarán fieles a mi palabra, serán de veras mis discípulos; conocerán la verdad y la verdad los hará libres" (Gv 8,31-32). El principio de esta prerrogativa inalienable del cristiano es la presencia en nosotros del Espíritu Santo: "Donde está el Espíritu del Señor está la libertad" (2 Cor 3,17); aquel Espíritu que, según la palabra de Jesús, nos conduce a toda la verdad (cfr. Jn. 16,13). Es decir, como acabamos de decir, el Espíritu "nos aclara las cosas como están " y es precisamente esta verdad que nos hace libres. (cfr. Jn. 8,32). San Ambrosio pronuncia expresivamente este fundamento de la antropología cristiana, escribiendo en una carta suya: "Donde está la fe, allí está la libertad" (Ep. 65,5: ubi fides ibi libertas; bellísima frase sintética que él tiene que haber copiado de mi emblema episcopal).

"Tú sólo el Señor" - Cuando en la misa proclamamos alegremente: "Tú sólo el Señor, ¡Jesucristo!", nosotros notificamos a todos cual sea la fuente de nuestra libertad: antes del 25 de abril de 1945, antes de la Declaración Universal de los derechos del hombre (ONU 1948), antes de la Constitución de la República Italiana, la fuente de nuestra libertad es la señoría del Resucitado. Nuestra verdadera y sustancial liberación no nos ha sido procurada por otros: es una propiedad que nos viene, antes que cualquier autoridad humana, por nuestro Bautismo. "Tú sólo el Señor, Tú sólo": nosotros no tenemos y no queremos a nadie que se adueñe de nosotros, ni en campo político ni en campo cultural. Pero casi en cada momento de la historia aparecen hombres que desdichadamente aspiran a ser patrones de hombres, a lo mejor hasta invadiendo y condicionando su mundo interior. "Los que son retenidos jefes de las naciones los dominan y aún más quieren hacerse llamar benefactores" (cfr. Mc 10,42 y Lc 21,25), ha dicho irónicamente Jesús. Ahora bien, el fiel sencillo - aun cuando no fuera un héroe, aun cuando por su debilidad fuera obligado a doblegarse a la prepotencia - será siempre un "liberto de Cristo", es decir un hombre que ha sido rescatado por el Hijo de Dios y que nadie puede reconducirlo a la servidumbre. Y frente a un dictador que pretenda para sí un culto divino y las dotes divinas de la omnipotencia y la omnisciencia, al creyente interiormente siempre se le escapará la risa, interiormente porque en aquellas circunstancias, algunas veces es mejor no hacerla ver al externo. Por esto todas las tiranías tienen por instinto antipatía a los verdaderos creyentes; y poco o mucho siempre llegan a perseguirlos: intuyen que los creyente son los únicos que no se convierten jamás en súbditos también en el alma. En cambio "cuántos patrones acaban por tener los que rechazan al Único Verdadero Patrón! ", nota más de una vez San Ambrosio con extrema agudeza (ejemplo Extra coll. Ep. 14,96).

El ejemplo de Dante Alighieri - La cristiandad tiene un ejemplo admirable del connatural connubio entre fe y libertad en Dante Alighieri. Justo su indudable adhesión a la verdad católica permite e ilumina su perfecta autonomía de juicio, desvinculada de cada temor o condicionamiento humano. Dante no teme criticar las obras de los Papas y sus elecciones operativas, hasta colocar algunos en la profundidad del infierno (en el Paraíso pone uno sólo, ¡espero que sean un poco más!). Pero en él no viene nunca menos y nunca se reduce para nada a la que él llama la "reverenza delle somme chiavi" {el respeto a las llaves soberanas}(Inf. XIX, 101). Cuando se trata de expresar reservas o reproches que él cree debidos, no hay descuentos ni para los laicos ni para los clérigos, ni para los monarcas ni para los simples ciudadanos: miembros todos por él de la "res pública cristiana" y que tienen que obedecer, todos pues sin excepciones, a la ley evangélica, cualquiera que sea su dignidad y su autoridad. Humilla hasta, ay de mí, también a los cardenales, a los cardenales que visten capas tan amplias que también cubren su cabalgadura y dice : “Copron d’i manti loro i palafreni, sì che due bestie van sott’una pelle” [Con mantos cubren sus cabalgaduras, tal que bajo una piel marchan dos bestias] (Par. XXI, 133-134). Habrá ido al purgatorio, al menos por esta frase, yo espero. Pero no dice nunca, nunca, una sola palabra que pueda atribuir algo pecaminoso o deshonroso a la Iglesia de Cristo: a los ojos de su fe pura ella siempre es "la Novia bella que se compró con la lanza y con los clavos" (Par. XXXII, 129). De la Iglesia él habla constantemente con inteligencia de amor; y sin fatiga intuye, casi por connaturalidad, el afecto nupcial que hace preciosa cada acción que sea de veras eclesial. Así se explica - justo por la claridad de su conciencia sobrenatural - el hechizo de versos como éste: "En la hora en que la Esposa de Dios se alza, a orar al Esposo porque lo quiere…" (Par. X, 140-141). No nos maravilla entonces que, a pesar de la aspereza cruel de su lenguaje, la Iglesia haya considerado siempre a Alighieri el poeta cristiano por excelencia y un modelo incontestable de coherencia católica.

Libertad del pecado - Jesús ha dicho: "Cualquiera que comete pecado es esclavo del pecado" (Gv 8,34). Y es la esclavitud más peligrosa y envilecedora. Pero también y sobre todo a este propósito nosotros tenemos la conciencia y la alegría de ser un pueblo definitivamente redimido. El "Cordero de Dios que quita el pecado del mundo" (cfr. Jn. 1,29) ha venido y ha derramado Su sangre justo para devolvernos esta sustancial libertad. Entre los elementos del mensaje evangélico - de la "buena noticia" de la que hemos sido alcanzados - esto tiene una relevancia primaria: no puede haber culpa en nuestra vida que, si nos rendimos al amor divino, no sea superada por la misericordia excedente del Padre: "Allá donde haya abundado el pecado, ha rebosado la Gracia" (Rm 5,20), como dice san Pablo. Cualquier delito - más bien cualquier cúmulo de delitos - el cristiano haya cometido, él puede en cada momento, arrepintiéndose, recomenzar otra vez y recorrer el camino de la inocencia. Y por cuanto grande sea su debilidad, él sabe que "puede todo en El que le da fuerza" (cfr. Fil. 4,13).

Dios quiere salvar a todos - Cristo nos ha desvelado - y el creyente no lo olvida - cómo sea decidida la voluntad del Padre al buscar nuestra salvación, cuando ha narrado las así llamadas parábolas de la misericordia. Tres parábolas que yo por una vez sugeriría de leer, por así decir, en una sucesión numéricamente apremiante. Dios no se conforma con tener consigo uno de dos hijos (ve, en el fondo tiene el 50%: no es un porcentaje despreciable); no se conforma con el 90% (como en la parábola de las 10 monedas); no se contenta ni siquiera con el 99% (como nos enseña el relato de la oveja que se pierde): su apasionado y laborioso deseo es liberar justo a todos de la tristeza de estar alejados de él. En la primera carta a Timoteo es enunciado explícitamente el principio de la voluntad salvadora universal: "Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la Verdad. Uno sólo es en efecto Dios y uno sólo es el mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús, que se ha dado a sí mismo como rescate por todos" (1 Tms 2,3-6). El cristiano tiene aquí un manantial inagotable de serenidad y paz interior: por cuanto su conciencia esté cargada de culpas, si brota en él también un breve acto de adhesión a la justicia y a la iniciativa rescatadora del Señor, la amistad entre la criatura descarriada y su Creador enseguida se restablece. Como se expresa San Agustín: “Si volo, ecce amicus Dei iam fio” ("Basta que lo quiera, y he aquí que yo ya me he convertido en amigo de Dios").

El bien del mal - Hay más, el Señor es así potente y piadoso, que logra también hacer trabajar nuestras deplorables prevaricaciones al servicio de Su extraordinario designio de Amor. San Ambrosio se complace particularmente al insistir sobre este sorprendente concepto: ciertamente, él no banaliza nuestras transgresiones y no minimiza para nada la gravedad; sino al mismo tiempo subraya que la luz misericordiosa del Padre consigue transfigurarlo e insertarlo en un contexto más alto. "Mi culpa - él dice, pero serían muchísimas las frases citables - se ha convertido para mí en el precio de la salvación, a través de la cual Cristo ha venido a mi. Por mí Cristo ha saboreado la muerte. Ha sido pues más provechosa la culpa de la inocencia: la inocencia me había vuelto arrogante, la culpa me ha vuelto humilde" (De Iacob et vita beata I,21).
La liturgia ambrosiana parece hacerse eco de su Maestro, cuando en un prefacio suyo llega a exclamar: "Te has inclinado sobre nuestras heridas y nos has curado, donándonos una medicina más fuerte que nuestras plagas, una misericordia más grande que nuestra culpa. Así también el pecado, en virtud de Tu invencible amor, ha servido para elevarnos a la vida divina" (XVI Domingo tiempo ordinario).

La pertenencia eclesial - Muchas serían las fortunas de los creyentes que se podrían aún enumerar. Pero hay una que bajo cualquier aspecto es una sinopsis de todas las otras y es la suerte de pertenecer a la Santa Iglesia Católica, que es la "comunión" de los santos”, la figura y la anticipación de la “vida del mundo que vendrá". Como dice admirablemente el Concilio Vaticano II: "La Iglesia es el Reino de Cristo ya presente sacramentalmente (Lumen gentium, 3: Ecclesia seu Regnum Christi iam praesens in mysterio).
Vean, los hombres aspiran naturalmente a superar el estado de individuos aislados, no se resignan a vivir sin alguna inserción; y por eso dan vida a diferentes, a lo mejor discutibles agregaciones: club, logias, partidos, hinchadas deportivas, academias, órdenes caballerescas, etcétera. Son todos deseos de pertenencia, muchos de los cuales son buenos o al menos legítimos. Todos manifiestan, mirándolo bien, la inconsciente aspiración de cada criatura a ser parte de aquella "totalidad" trascendente a la que, según el designio del Padre estamos todos invitados a entrar, a ser parte: "la estirpe electa, el sacerdocio real, la nación santa, el pueblo que Dios ha adquirido" (1 P. 2,9), para usar las esplendentes expresiones del apóstol Pedro, en una palabra ser partes de la "Iglesia". La Iglesia es la gran herencia del Señor Jesús, fruto de Su sacrificio, resultado de Su perenne Pentecostés. Nada es teológicamente más absurdo que separar la Iglesia de Cristo. Una separación ideológica como ésta desnaturalizaría sustancialmente la Iglesia, pero al final también nos llevaría a un conocimiento alterado del Hijo de Dios, que es intrínsecamente el "Jefe" y el "Salvador" del "cuerpo" eclesial, como dice san Pablo (cfr. Ef 5,23).

"Mi Iglesia" - "Edificaré mi Iglesia " (Mt 16,18), dice Jesús en el célebre episodio de Cesárea de Filipo. Mi Iglesia: la Iglesia es de Cristo, no es de ningún otro; y nada puede arrancarla de Sus manos. Nada: ni las potencias mundanas ni la indignidad de los hombres ni la iniquidad de épocas históricas. "Mi Iglesia": no hay en todo el libro de Dios palabra más simple y elocuente que ésta; palabra que más que ésta abra delante de nosotros el prodigio de la "eclesialidad". La Iglesia es Suya: ha nacido de Su sabiduría, de Su corazón, de Su inmolación. De la existencia de la Iglesia y de su permanencia dentro del evento humano, el responsable es Él. Precisamente por esto, entre las casuchas efímeras de las construcciones humanas, construcciones sociales, políticas, culturales que sean, "la casa de Dios" (cfr. 1 Tim 3,15), para usar la expresión de la primera carta a Timoteo, "la casa de Dios" es el edificio más firme y más precioso para el hombre que haya nunca sido erigido. Y es un poco cómico que se haga cargo justo a esta institución de todos los líos de la historia, sólo porque todos los otros fenómenos históricos, sociales, políticos, culturales que hayan existido mientras tanto se han agotado y disuelto, y ella es la única que ha quedado en pie.

¿Qué es la Iglesia? - Pero ¿qué es la Iglesia en su realidad más auténtica y sustancial? Es la humanidad en cuanto es alcanzada y transformada por la acción redentora de Cristo, y en cuanto es conectada y asimilada al Señor crucificado y resucitado en virtud de la efusión del Espíritu que Él continuamente nos manda desde la derecha del Padre. La Iglesia, para usar una imagen es un árbol azotado por el viento de la historia, pero su raíz está al amparo en el mundo eterno de Dios porque su raíz es el Señor crucificado y resucitado que está a la derecha del Padre y es por esto que este árbol no podrá ser nunca desarraigado. Se entiende entonces porque san Pablo llega a explicar prácticamente toda la realidad cristiana con la imagen del "Cuerpo" de Cristo, del cual Cristo es la "Cabeza" y nosotros somos los "elementos". "Cabeza" y "Cuerpo" constituyen una sola realidad indivisible. Pero atención: siendo esencialmente obra del Espíritu, la Iglesia huye al conocimiento de quién del Espíritu no ha sido iluminado todavía. Hay una palabra de san Pablo que nosotros olvidamos en estos tiempos demasiadas veces. En la primera carta a los Corintios (cfr. 1Cor 2,14) dice: "el hombre psíquico, es decir el hombre abandonado a sus fuerzas, sin fe, no comprende las cosas del Espíritu, ellas son locura para él y no es capaz de entenderlas porque de ellas se puede juzgar sólo por medio del Espíritu, mucho más no logra entender la Iglesia que es la obra del Espíritu, la obra pentecostal por excelencia". Pareciera pues que san Pablo no toma demasiado en cuenta el escuchar la opinión de los otros al respecto de la Iglesia, es decir de quién a lo mejor cree que Dios no existe o que Jesucristo no haya resucitado o que el Espíritu Santo sea una pura metáfora.

Los confines pasan a través de los corazones - Nosotros pertenecemos a la Iglesia en cuanto pertenecemos a Cristo, y a medida que estamos juntos y uniformados con Él; en cambio caemos en pecado y en error a medida que somos extraños a Cristo, y por lo tanto extraños también a la Iglesia. El Cardinal Journet escribe, uno de los eclesiólogos más equilibrados y supernaturalmente agudos del siglo veinte (y es por esto que ya nadie habla de eso): "los miembros de la Iglesia sólo pecan en cuanto traicionan a la Iglesia: pues la Iglesia no está nunca sin pecadores (menos mal, si no estaría dentro sólo la Virgen), sino siempre está sin pecado… La Iglesia toma la responsabilidad de la penitencia, no toma la responsabilidad del pecado… Sus fronteras, precisas y verdaderas, sólo circunscriben lo que es puro y bueno en sus miembros (sean ellos justos o pecadores), asumiendo dentro de sí todo lo que es santo (también en los pecadores) y dejando fuera todo lo que es impuro (también en los justos). En nuestro propio comportamiento, en nuestra propia vida, en nuestro propio corazón se enfrentan la Iglesia y el mundo, Cristo y Belial, la luz y las tinieblas… la Iglesia divide dentro de nosotros el bien y el mal: toma el bien y deja el mal. Sus confines pasan a través de nuestros corazones" (cfr. Theologie del Eglise, Paris 1958, pp. 235-246).

El pecado como ofensa a la Iglesia - En esta perspectiva se vuelve claro que cada culpa nuestra - pequeña o grande que sea - no es sólo infidelidad al amor que nos une al Padre, no es sólo desprecio a la obra redentora de Cristo, no es sólo resistencia a la acción santificante del Espíritu Santo; también es ultraje y sufrimiento infligidos a la Iglesia. Cada incoherencia a nuestro Bautismo aún es siempre ingratitud hacia Quien nos ha engendrado en el Bautismo, es atentado a Su belleza de Novia de Dios; belleza que a los ojos humanos es ofuscada por cada acto censurable nuestro. En cada hora de la historia el "mundo" ofende a la Iglesia de Cristo, con los juicios malévolos, los procesos a las intenciones, las calumnias, hasta con frecuentes atentados a la libertad de su misión y con las persecuciones cruentas también. Siempre la ofende y no se excusa nunca (nunca he visto alguien que pide disculpas a la Iglesia!), pero al menos nosotros, que cada día pecamos poco o mucho también contra Ella, acostumbrémonos a pedir cada día perdón a esta nuestra Madre querida por todo lo que se nos ocurre pensar, decir, cumplir con ánimo no integralmente eclesial. Querría darles un consejo como amigo: ¡busquemos no hablar mal de la Iglesia, porque la Iglesia es la Novia de Cristo, el día del Juicio nosotros tendremos que afrontar al Esposo el cual es un meridional!
Con nuestra común satisfacción, hemos llegado al final de este encuentro. Yo he tratado de proponerles con sencillez algunas reflexiones sólo con el objetivo de despertar una actitud que me parece primaria y precisa en el cristiano consciente de alegría por todo lo que nos ha sido donado, y de gratitud hacia Jesús de Nazaret, el Hijo de Dios crucificado y resucitado que es el único Señor del universo, de la historia y de los corazones, es el Salvador de todos los hombres y el grande festejado de este año dos mil. Me complace despedirme de Ustedes tomando de San Ambrosio (visto que lo he citado ya tantas veces) las palabras puestas como conclusión en una carta suya. Él escribe (Ep. 17,13): "Valete filii et servite Dominum quia bonus Dominus" "Estén en buena salud hijos míos y continúen sirviendo al Señor porque el Señor es un buen patrón"

 

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